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CRÓNICA 

 
DE CÓMO EL ARTE CALLEJERO LÓGRO INNOVAR EN LA PLAZA DE BOLÍVAR 
 

A las 6 de la tarde del 6 de agosto de 2013 parecía que la Plaza de Bolívar no se iba a llenar. Los bailarines de break dance se maquillaban, el coro del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idipron) calentaba la voz; los mimos preparaban sus malabares y los músicos soportaban el frío mientras afinaban los instrumentos.

Sin embargo, de vez en cuando, se asomaban para ver el panorama de pocas personas que se acercaban al lugar.

Al otro extremo de la tarima de 18 por 18 metros, las cámaras de televisión preparaban sus movimientos, la grúa paseaba de un lado a otro y los periodistas, dispuestos alrededor de la estatua del libertador en el centro de la plaza, esperaban el inicio.

Iván González, el director escénico de la obra ya iba por su segunda caja de cigarrillos cuando el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, llegó al lugar para completar el grupo de directivos e invitados que verían el estreno. Y, frente a los más de 90 músicos de la Orquesta Filarmónica de Bogotá (OFB), el maestro Francisco Zumaqué levantaba su batuta para dar inicio a la obra.

Semanas atrás, cuando el director de la OFB, David García, le encomendó la misión de celebrar el cumpleaños número 475 de Bogotá, el maestro Zumaqué, reconocido por llevar la música colombiana a las principales salas orquestales del mundo, solo pudo pensar en Bolívar para protagonizar la fecha.

El libertador, según la historia, llegó a Santa Fe en medio de adulaciones luego de la batalla de Boyacá para consolidar su triunfo. “Aquí se conmemoró su historia”, dice el maestro, aunque después fuera expulsado y traicionado.

A las 7 de la noche, cuando el maestro de ceremonias inició el programa, la Plaza de Bolívar, de repente, había quedado con escasos campos en blanco. La carrera Séptima se confundía entre el mar de gente y bicicletas que circulaban por la Ciclovía nocturna, y los primeros acordes de percusión comenzaron a sonar haciendo girar la cabeza de los despistados, rápidamente, hacia la tarima.

Cómo decimos en teatro: ¡Mierda!, dijo Iván. A esa hora estaba recostado sobre la estatua de Bolívar. La expresión, que quiere decir ‘buena suerte’, era justa para cerrar la primera etapa del trabajo demencial que había hecho: el de lograr consolidar un grupo de talentos: artistas callejeros, raperos, bailarines, grafiteros y malabaristas que, en pocos días, aprendieron de libretos y marcaciones, de entonación y proyección, de vestuarios y maquillaje.

¡Está lleno! se escuchaba en los camerinos, y entonces los gritos de alivio por tener la plaza colmada se confundieron con la respiración fuerte y el sudor de manos de los actores que, semanas antes, habían recibido la instrucción. Postura, contacto, vocalización, expresión, fuerza, repetían una y otra vez.

 “A mí lo que me interesaba era mostrar ese trabajo que ellos hacen, son muchachos que viven la calle y la manifiestan culturalmente a través del baile, de sus canciones. Hicimos unos casting para seleccionar actores y nos dimos cuenta de que en vez de adaptarlos a la obra, la obra debía adaptarse a ellos”, asegura el director que, entre risas, gritos y exigencia, logró coordinar al grupo.

Para la obra fue necesario vincular el trabajo que ya venían haciendo en sus localidades, en donde los jóvenes, identificados con distintivos de asociaciones como PaZur o Golpe de Barrio, trabajan diariamente dictando talleres, produciendo música, rebuscándose con su arte.

A ellos se les unieron los niños y niñas de Idipron, que hacen teatro y música como forma complementaria a sus clases. Varios llegaron a la institución porque no se los aguantaban en la casa. Algunos prefieren estar en los internados de la entidad antes que ir a sus hogares con papás que los maltratan. Unos cuantos solo fueron a los primeros ensayos pero se cansaron y otros apenas podían creer que iban a salir a una tarima con tanta gente.

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Fotografía tomada en la Web